Texto original publicado en el sitio web Letras.S5
Corría el año 1563 cuando la letanía de la naciente ciudad de Concepción se vio sobresaltada por la irrupción de dos desgarbados españoles -Pedro de Oviedo y Antonio de Cobos- quienes, en deplorables condiciones anímicas y físicas, no tardaron en dar fe de una historia tan pintoresca como increíble; acusaron ambos haber sobrevivido junto a otros cuantos un naufragio en los mares del extremo sur, y con posterioridad a ello haber tomado parte en la fundación de una ciudad ampulosa, ubicada en un inaccesible punto del aquellas remotas latitudes, y en la que los restantes sobrevivientes ibéricos coexistían en completa armonía con indígenas lugareños, todos ellos caracterizados por su inclinación natural al trabajo y una inteligencia decididamente superior.
Corría el año 1563 cuando la letanía de la naciente ciudad de Concepción se vio sobresaltada por la irrupción de dos desgarbados españoles -Pedro de Oviedo y Antonio de Cobos- quienes, en deplorables condiciones anímicas y físicas, no tardaron en dar fe de una historia tan pintoresca como increíble; acusaron ambos haber sobrevivido junto a otros cuantos un naufragio en los mares del extremo sur, y con posterioridad a ello haber tomado parte en la fundación de una ciudad ampulosa, ubicada en un inaccesible punto del aquellas remotas latitudes, y en la que los restantes sobrevivientes ibéricos coexistían en completa armonía con indígenas lugareños, todos ellos caracterizados por su inclinación natural al trabajo y una inteligencia decididamente superior.
A partir de ese momento, La Ciudad de los Césares dejó de ser un rumor que se transmitía ocasionalmente como parte del incipiente folclor austral, adquiriendo un carácter de realismo y contingencia, de ambición y latente deseo. A ello es preciso añadir testimonios recogidos desde otras fuentes y en diferentes fechas, tanto en territorio chileno como argentino, entre otros, el de un antiguo jefe aónikenk llamado Papón, que llamaría la atención de la opinión pública hacia fines del Siglo XIX por ostentar entre sus pertenencias una boleadora de oro sólido, cuya procedencia fue confidenciada a un anónimo investigador en la década del 20 y publicada más tarde en El Magallanes, explicando que dicho objeto fue hallado en “una ciudad aplastada por lavas volcánicas de muy viejas erupciones”. Del mismo modo, el inmigrante británico Arthur Button, que habitara la Última Esperanza durante la primera mitad del Siglo XX, explicaría en una de sus abundantes crónicas que muchos trabajadores del sector ganadero avalaban la existencia de “una tribu de indios que vivían en las montañas, encerrados en un valle que era como el paraíso”. Otros testimonios, como el de los indios Santiago Pagniqué y el cacique Antillanca, señalaron con total convicción que la ciudad no solamente existía, sino que “sus habitantes eran muchísimos, todos muy guerreros, con oro y plata en abundancia, pero por sobretodo, tenían a su propio rey y no querían sujetarse a la voluntad de ningún otro”. Por cierto, completar un inventario de las expediciones que tuvieron como objeto hallar rastros de la mítica urbe llenaría voluminosas páginas, narrando las desventuras de curiosos espíritus libres, simples mercenarios o sacerdotes en afán evangelizador. Sin embargo –azarosa paradoja o jugarreta del destino- los pocos que lograron avistar la Ciudad de los Césares lo hicieron de manera fortuita, muchas veces sin siquiera conocer con anterioridad las pormenores de su fábula.
La última expedición oficial en búsqueda de los Césares de que se tenga fiel registro, correspondió a la del sacerdote Francisco Menéndez, quien se propuso hallar la ciudad para evangelizarla, ya ad portas del Siglo XVIII. Con el fracaso de su misión proliferó el desencanto, y tras ello, poco a poco el relato se fue silenciando, recuperando su primigenio hermetismo, su aurea de mito y gran secreto. Ya en 1864, la panorámica geográfica totalizadora del continente Sudamericano bosquejada por el explorador Guillermo Cox, acabaría por eliminar cualquier enigma e incertidumbre sobre el tema: la ciudad no existía.
A grandes rasgos, es esa la historia que sirvió como eje temático al libro que hoy presento. Una historia quimérica, que testifica la existencia de una ciudad perfecta enclavada con oro a las vísceras del austro. Nada más alejado de la realidad, por cierto, que desde entonces daba cuenta de experiencias atroces, entre ellas, la de la Ciudad Rey Don Felipe, con sus centenares de hombres, mujeres y niños muriéndose de inanición en lo que hoy conocemos como Puerto del Hambre.
Lo que vivimos hoy, lejos de aproximarse a la utopía de las grandes ciudades latinoamericanas de oro y esmeralda, como El Dorado, Paititi o la mismísima Trapalanda, es la distopía posmoderna, el canibalismo y la deshumanización de un sistema neoliberal que asesta sus punzadas de moribundo con una vehemencia y crueldad feroz, haciendo que cualquier quimera sea atemporal, absurda y vana. Y es precisamente esa discrepancia la piedra angular de Trapalanda, en cuanto amalgama pasado, presente y futuro en una ni tan imaginaria sucesión de secuencias repletas de violencia, ternura y resignación, acaso el sino ineludible del austro, de esta tierra que -en palabras de Gabriela Mistral- no conoce primaveras.
Trapalanda no es un libro de crónica historiográfica, y tampoco es una narrativa en verso de los derroteros del hombre patagónico. Prefiero entenderlo como una anti épica del fracaso, como la dispersión emotiva de una experiencia vital anónima a través de la cual gritan, lloran o susurran todos nuestros muertos de la cruz del sur, la geografía misma del milagro y la otredad.
Pienso que aún hoy, cuando los misterios del mundo parecen poca cosa y nos pavoneamos de múltiples certezas (todas muy relativas), proliferan con aún más fuerzas los idearios que testifican a través de sus múltiples lecturas, aquel tan humano afán por construir, al menos en la conciencia colectiva, un lugar mejor donde vivir.
Dice Oreste Plath que “según la leyenda, sólo al fin del mundo se hará visible la fantástica ciudad; se desencantará, por lo cual nadie debe tratar de romper (antes) su secreto”.
Y de esa sentencia y su destino hablarán –en gran medida- estos poemas.
-I-
Incluso hoy extrañas la cerveza de los viernes
y a tus compañeros de liceo para compartir su
insípida tibieza,
siempre bajo el prócer que
apunta en bronce su índice al Pacifico.
Como el exiliado guacho extrañas ese mar,
la conmoción de su inmensidad
pronunciando en granito otras moradas,
inquiriendo el porqué del mundo
y sus tan pesadas cargas,
aun pesadas para el más humilde liceano.
Extrañas la obstinada lectura de su infamia,
Trapalanda, Trapalanda,
creyendo tan posible morir diciendo
esa huevada u otra peor,
de esas que enseñan menopaúsicas maestras
en aulas que huelen a orín.
Incluso hoy bosquejas la transparencia de tan
cursi memoria ideando otra suerte,
creyéndote un padre para los despatriados,
para aquellos que como tú
no saben como sobrevivir, fingir amar
o pertenecer en buena ley a la especie humana.
-II-
Las pequeñas torceduras filiales
del macho absuelto,
la frondosa neurosis del arraigo
y el sistema alfa enganchando a las bestias
mientras raja sus lomos
y espera el sí de las niñas,
aterrado como el cordero que aguarda
a los chacales,
todavía fingiendo un corazón de lana.
-III-
Te reconoces
en ese niño que esta mañana de escarcha
va de nicho en nicho
midiéndose en centímetros la vida,
resistiendo las debacles del olvido
y las promesas rotas
cuya transparencia sueñan las bestias
humanas cuando caen.
Tú eres ese niño
y eres el niño que a campo traviesa
sueña antiguos amores
como guijarros que se lanzarán al mar,
descubriendo desde occisas nebulosas
los manzanos de Ozono,
ángeles como nosotros -terribles-
que se cubren la cara de vergüenza
y soledad.
-IV-
Al corazón un corazón como abierta
tumba, y el mísero enjambre pascual
obsesamente envuelto
y en años desahuciado, serenamente
tuyo como es tuyo el madrigal de las
más calladas usinas.
Y los huesos que duré los duré por
esperarte,
aún el solsticio de mis raíces
encerrara la quimera que en el fondo
es no morir,
simplemente no morir.
-V-
Evadir para hallar,
o lo que es igual,
partir para poder volver.
Deslizar el tiempo
por las líneas del destino
y respirar,
sangrar,
amar lo azul
en el larvario opaco
que es la vida.
-VI-
Que hoy es mayo, ya lo sé,
el mes de las estrellas,
la escarcha y los hermanos muertos.
Que hoy es mayo y yo sigo triste
y sin rezar en un jardín que ni las ratas rondan,
que ni las malezas quieren.
Que hoy es mayo, ya lo sé,
que mi absurda deuda prometea llorará
tu cuerpo al asilo de otros cuerpos
y al roce de la lluvia
me arderán como larvas los ojos,
habituados desde siempre
al mal hilado reino del abismo.
Que hoy es mayo, ya lo sé,
que el otoño es reversible y el amor
no pinta rojo lo mohoso y triste del deseo.
Que hoy es mayo y yo aún te espero
sin rezar entre las balas,
y no te veo,
no te toco,
todavía no respiro
lo que otros llaman cielo.
-VII-
Que quede escrita la tragedia mía
en la lengua que tienen las olas muertas,
que se hablen arcaicos rumbos
en la semántica del sargazo y las sirenas.
Remotos navíos extravíense por hallar el
oro que de ciudad en ciudad oculté,
inscríbase en el mapa un trazo del cielo
y los estragos de la tribu
cuando la muerte lo pervierte y sangra.
Que queda escrita la tragedia mía
en la lengua que tienen las olas muertas:
No es eterno el sol, se apaga.
No es eterna la luna, se eclipsa.
No es eterna la tierra, se inunda.
No es eterno el mar, se seca.
No es eterna la ciudad, se derrumba.
No es eterna la palabra, se olvida.
No es eterno el hombre, se extingue.