De todas las narraciones fantásticas que conforman el imaginario austral, siempre he sentido especial fascinación por Trapalanda -la Ciudad de los Césares-, aquella leyenda que habla de una ciudad utópica edificada con oro y plata en algún inaccesible lugar del territorio patagónico, y dónde conviven en total y longeva armonía indígenas (patagones o incas) y conquistadores (probablemente españoles) al margen de toda contingencia, sin atisbos de violencia o enfermedad alguna.
Al hacer memoria, puedo recordar que desde mi adolescencia no han cambiado los motivos de tal fascinación. En primer lugar, su parangón con leyendas de otras latitudes (El Dorado y Paititi en los alrededores de la Amazonía, y aún más lejos, Cíbola, Lemuria o incluso la Atlántida), lo que acaba configurando un tópico universal –el de la ciudad soñada- que aún hoy dista de ser simplemente una anacronía. Y en segundo lugar, su rol como contraparte de la historia oficial, su imagen ideal contrapuesta a la barbarie conquistadora. En palabras de Alfredo Joselyn-Holt, Trapalanda es “una pauta ideal de lo que sería la felicidad”, en cuanto proyecta alegóricamente un encuentro diferente entre dos civilizaciones –el Primer Mundo de los conquistadores y el Nuevo Mundo de los pueblos precolombinos-, la reescritura en clave de las ferocidades históricas que hicieron que aún bien entrado el Siglo XX se pagara una libra por cabeza de indio, una ucronía altamente esperanzadora de la cual es loable asirse, incluso hoy.
Sin embargo, lo que más me atrae de Trapalanda (que etimológicamente hablando significa “tierra de las trampas”) es la manera en que confluyen en su raíz nebulosas repletas de ambigüedad y mecanismos que la instalan en un limbo donde realidad histórica y ficción ancestral se retuercen y amalgaman hasta crear un imaginario híbrido, un correlato imposible desde el punto de vista de la rigurosidad y empirismo propios del Siglo XXI, mas igualmente inabarcable desde una perspectiva exclusivamente mitológica. Es Trapalanda -en su más visceral estructura-, una delirante fantasía, y a la vez, una indiscutible realidad, marcada a fuego en los anales de Fuego Patagonia desde centenarios tiempos. Y es que se contaron por cientos los idealistas que perecieron buscando la ciudad, convirtiéndose en mártires de una quimera tan cierta como etérea, y se inventariaron por miles los documentos oficiales -de antigua y más reciente data- explicando con mayor o menor detalle las particularidades de la ciudad en cuanto a su ubicación, arquitectura y vida cultural en general. Para muchos historiadores de los siglos XVII y XVIII –entre otros, Diego de Rosales, autor del texto Historia General del Reino de Chile-, es Trapalanda la primera ciudad en fundarse en nuestro país, y a su vez, la primera piedra de una patria en ciernes cuya cronología futura –siempre incierta- procurará las mismas ambigüedades, idénticas dicotomías, maravillas y horrores pugnando su larga geografía.
Pienso que aún hoy, cuando los misterios del mundo parecen poca cosa y nos pavoneamos de múltiples certezas (todas muy relativas), proliferan con aún más fuerzas los idearios que testifican a través de sus múltiples lecturas, aquel tan humano afán por construir, al menos en la conciencia colectiva, un lugar mejor donde vivir.
Dice Oreste Plath que “según la leyenda, sólo al fin del mundo se hará visible la fantástica ciudad; se desencantará, por lo cual nadie debe tratar de romper (antes) su secreto”. Y de esa trágica sentencia y su destino hablarán –en gran medida- estos poemas.
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Incaicos polizontes de Gaia,
como cruzando el Estrecho de Bering
se les iba el resuello,
con la oreja en castellano musitando
la épica fiel del remanso,
los atavíos en seda del rumiante invasor
y su barroca vulgaridad.
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Yo, tan delictual y omnívoro,
narciso umbilical del Tahuantinsuyo
y la Tierra del Fuego,
un Ian Curtis de neopreno y flema,
marcado a fuego por manicure
y atroz pelaje;
yo sé lo que es preñar por la boca
culturas y prepucios muertos,
pulsear la vida de cana en cana
soleando el plebeyito cucharón,
la amalgama dócil,
la Sodoma y fiel punzada.
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A Stravinski la consagración de la primavera
en huiros, tiza y adoquín;
los machimbres del orfeón rocoso
y las melodías de sonámbulas y putas,
la eyaculadora inmundicia
del aceite humano
en nadador y atavío imbunche.
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Amalgamado al Sanedrín
y hecho añicos en la brizna
del silencio
enterneciendo mis lobos,
torpe Nazareno mío.
Yo también quiero un madero
para clavar al óxido mis huesos
y desde ciertas cumbres
ponerme de cabeza
a machacar la tierra.
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mi cuerpo todo es una herida por dónde nunca pasó dios.
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Y sólo al final
otros huesos me sirvieron
para urdir estas tristes líneas,
salándome sin falta
la llaga rosa
desde la que ahora hablo.