Hecho añicos, la brizna en el silencio
enterneciendo mis lobos;
yo también quiero un madero, Nazareno de las Pampas,
para clavarme los huesos al óxido
y desde una cumbre
ponerme cabeza abajo para manchar
la tierra.




Pretéritas cartas de amor en arameo,
animales extintos copulando en sus cadáveres
mientras los postigos del cielo
se abren.

Llevo años contando el milagro chileno
a los culiados que no saben leer,
escribiéndoles la épica del nauseabundo
para falsearla después.

Por supuesto, en todo esto nada tiene que ver tu dios.





Sanguinario verbo es amar, inocuo edén
que irrumpe la sístole de nuestros más remotos bordes;
nos vemos y una cicatriz se expande,
nos vemos y el mundo, como el feto de un sol,
delata sus raíces con adorable
terror.




Irrigo, como un escualo sin mar,
lo escorial de este país,
lo que está fondeado más abajo del hollín
que concibe mi occiso cuerpo
panza abajo.

Desde antes de nacer vengo apilando años,
envejeciendo menos o más
según el fervor de mis propias cláusulas
y el níveo nervio deslizante
de mi karma.

Fealdad es lo que siembro
burlándome del olor que tiene el mar,
unidad es lo que soy
cuando me olvido de mi mismo
y sólo me nombro para ahuyentarme
de un abismo a otro.