«Ensayos sobre un paisaje en retirada»: Los límites de un tránsito eterno. Por Juan Mihovilovic.


«Un niño derrite entre sus manos el corazón del último glaciar; sueña que Dios anida en otra parte el invierno que vendrá».


Miguel Bórquez (Puerto Natales, 1985) reconstruye el itinerario de un individuo que recorre, a trazos delineados por su observación, los límites de un tránsito que varía y permanece a la vez. En el juego de su ojo avizor las imágenes que surgen son, de un modo incitante, las variables de una vida que se consume y se eterniza al mismo tiempo.
Quizás porque quien narra poéticamente tiende a descifrar velados laberintos de la percepción común. Los desentraña y coloca ante el lector como una carta de presentación que trasciende lo meramente vivencial. Las cosas, los seres, el paisaje, los hombres y mujeres que constituyen su mundo, son esa mezcla ambigua de deterioro y eternidad, contenidas en el lenguaje vertido sobre una hoja que palpita con las motivaciones más recónditas del ser.
El ser, esa suerte de idioma esencial de la naturaleza humana, se desnuda ávido de las sensaciones que a cada instante lo subyugan. El bosque y su espesura milenaria es una invocación, un llamado que trasciende a la propia humanidad y lo resitúa: allí, entre esos árboles desmadejados por la corrosión interna, subyace el secreto mismo de una creación que paladea el sonido de las formas.
Su entramado, su enramaje sacudido por los elementos, es una caricia, paradójicamente abstracta y material, que remueve las vísceras, que sacude esa ansiedad metafísica de una infinitud que pretende escaparse con el viento austral.
Es verdad, aquí se configura, como toda poesía de valor, una metáfora de la incapacidad personal de aprehender el mundo entre las manos, a pesar de verlo en toda su extraordinaria y fugaz plenitud.
De ahí que el poeta narrador circule meditabundo entre el paisaje usualmente desolado y esa imperiosa necesidad de recluirse “puertas adentro”, de escarbar en los aposentos mismos de su cotidianeidad la reducción de una materialidad que es presencia y ausencia a la vez.
 

En la quieta vorágine de su precariedad.

Por eso Bórquez se descubre imaginando la inmovilidad de los objetos que, a su pesar, se recubren de un polvo inevitable, que trasgreden su propia nostalgia al sentir que: «antes de acostarse recorre la casa a propósito de ambiguas señales que deforman lo iniciático del acopio» (p. 36).
Se deambula por los espacios íntimos de un reducto necesario desde donde lo habitable supera la contingencia, así se nutra de ella a cada instante. Y el instante es fraguado por el alma que ocupa la estancia: no hay «un otro ocasional», no existe otra presencia que no sea la de quien recorre las habitaciones premunido de una soledad que llena las horas y el vacío.
Desde su huida hasta el regreso hay un espacio desierto, deshabitado, a menos que el ojo avizor lo recupere: «la transparencia total es la depuración del tiempo que tardará la casa en llenarse otra vez con tu presencia» (p. 41).
Pero no basta el enclaustramiento. Es apenas el signo iniciático de la residencia incompleta. Afuera y más allá del bosque o compenetrado en su esencialidad, el animal se nutre y vive del paisaje, un paisaje que cobra su vida y mortandad con el deambular de seres noctámbulos que siguen cíclicos su depredación original.
Es una rueda que gira bajo y sobre el sentido visual de un narrador que se inmiscuye de nuevo en una separatividad ilusoria: no hay paisaje sin el observador ni animal que nazca o perezca sin su lúcida percepción. Tal vez o por ello mismo, retoma el hilo de una madeja que lo reclama desde el exterior. Entonces sale, el hombre, de su madriguera, y es zorro o liebre metamorfoseado en el propio linaje que a todo ser vivo incluye.
Desde esa óptica, pletórica por la avidez de sentir e imaginar, el poeta que narra nos cuenta cómo y desde dónde nos invita a seguirlo. Y por esa prodigiosa interrelación podemos adentrarnos a ese envolvente misterio de reescribir juntos su visión de mundo.
Y entonces el niño que fuimos retoma su asombro todavía inserto en un cerebro que se niega al olvido: que el hielo de esas geografías patagónicas no agonice bajo sus azules transparencias. Luego, la estación glaciar se muestra en toda su generosa belleza: «El invierno es un animal herido ocultando sus glaciales entrañas al sol. Aunque a primera vista no lo parezca, la vida continúa» (p. 69).
Miguel Bórquez ha rediseñado, en este espléndido libro, la magia del hábitat natural: la grandeza de un austro que nos llama y nos reclama esa necesidad de revitalizarnos por dentro. Allá, en la quieta vorágine de su precariedad, anida el hechizo de una creación condenada a la perpetuidad.
No obstante, nuestro agobio, o precisamente por él, nos emplaza. Y ese llamado es un imperativo biológico, un sentir intuitivo por la auténtica y sorprendente aventura de vivir.
 

 

 


Entrevista en el diario El Insular de Chiloé, diciembre 2020. Por Carlos Trujillo

 

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1. Describe brevemente lo que es y ha sido tu trabajo como poeta.
Mi trabajo escritural actual está enfocado en una anti-épica, en un redescubrimiento del territorio austral a través de una constante problematización personal y colectiva de lo que significa habitar un espacio donde la desmesura tensa a diario los límites entre lo real y lo ficticio. Ese ejercicio lo entiendo como una búsqueda intelectual más que emocional, que exige problematizar la vieja idea postal de lo que es vivir en el fin del mundo, y que por años fue –y en parte sigue siendo- el germen de casi toda la producción literaria magallánica.

2. Cuenta cómo te iniciaste en la escritura. ¿Cuándo y cómo empezó a gustarte?
Siendo niño mis inquietudes creativas iban por el lado de la pintura y el cómic, y no recuerdo muy bien qué circunstancias me hicieron decantar por la escritura. Supongo que la temprana lectura de Jack London, Julio Verne y Daniel Defoe fue incubando una inquietud literaria que adquiriría mayor notoriedad años más tarde, cuando siendo un quinceañero descubrí a Neruda y Huidobro, primeros poetas que en su momento asimilé como voces próximas y dialogantes. En ese periplo la biblioteca pública de Puerto Natales cumplió un rol clave, pues en una época previa a la masificación de internet me permitió acceder a un catalogo muy ecléctico de poesía chilena y universal, propiciando además un momento determinante de mi formación literaria, como fue el hallazgo de Muertes y maravillas de Jorge Teillier, autor que se convertiría en ineludible referencia para todo lo que escribí en aquellos años.

3. ¿De qué manera ha afectado la pandemia tu vida normal y tu trabajo creativo?
El impacto ha sido grande. Soy profesor de aula de Lenguaje y Comunicación, y desde ese rol he tenido que hacer frente a desafíos metodológicos, técnicos y emocionales muchas veces difíciles de manejar. Además, Natales es una ciudad que está siendo golpeada fuerte y tardíamente por la pandemia, con una cuarentena extensa y muchas incertidumbres en cuanto a la continuidad de la actividad turística, que es una de las principales actividades productivas a nivel comunal. Si a eso sumamos la normalización de un estado policial y restrictivo, el panorama no es para nada alentador. En lo estrictamente personal, vivir a las afueras de la ciudad me ha permitido sobrellevar la cuarentena con mayores libertades y en contacto con la naturaleza, lo que por supuesto es un pequeño gran privilegio, pero el costo ha sido un escaso contacto social a nivel presencial que ya se extiende por casi diez meses. En toda esa vorágine la voluntad creativa a veces escasea, pero también se hace más imperativo hallar nuevas razones para perseverar.

4. Describe cómo son tus días en este tiempo de coronavirus. ¿Escribes, no escribes? ¿Lees, qué lees, a qué hora?
Dedico buena parte de mi tiempo y energía a planificar y dictar clases online, lo que resulta bastante agotador. Sin embargo, estoy avanzando a paso lento en una versión corregida de mi libro Trapalanda, del 2013, y paralelamente doy forma a un nuevo texto llamado Escoriales de la Última Esperanza, con el que me adjudiqué una beca de creación del Fondo del Libro y la Lectura. Por tratarse de un compromiso con fondos involucrados, me he visto obligado -y en buena hora- a organizar mis tiempos y avanzar en su escritura, en un ejercicio que me permite canalizar casi en tiempo real ciertas ideas a propósito del contexto pandémico, social y político de hoy.

5. ¿Crees que cambiará algo el ambiente y el desarrollo de la actividad literaria en el sur de Chile cuando volvamos a la normalidad? ¿De qué manera?
De seguro ciertas modalidades de interacción remota llegaron para quedarse, pero no me atrevo a anticipar si aquello será beneficioso y abrirá nuevas vías de comunicación y difusión para el quehacer literario de provincias, o por el contrario, acabará siendo una extensión de las mismas viejas prácticas centralistas y enfocadas en la circulación de discursos hegemónicos. Quiero creer que algo bueno resultará de todo esto, pero al mismo tiempo me inquieta que la “nueva normalidad” sea una distopía que nos haga más distantes y egoístas, o que la vida virtual reemplace con nuestro beneplácito a la experiencia presencial.

6. ¿Qué lecturas/autores has retomado? ¿Qué aconsejarías leer en estos días?
Estos meses he estado leyendo de forma muy dispersa. Palmeras invisibles de Francisco Ide, Ennuigi de Josh Millard y La performance de volverse humano de Daniel Borzutzky son algunos títulos que vienen a mi memoria. También estoy releyendo Guaitecas de Jorge Velásquez, Cabo de Hornos de Coloane y La nueva novela de Juan Luis Martínez.
Finalmente, recomendaría tres libros para entrar en diálogo con el mundo austral: El museo de la bruma de Galo Ghigliotto, Isla Riesco de Mariana Camelio Vezzani y WWM, lo más reciente de Christian Formoso.





Algunas ideas sobre los libros El Cementerio más hermoso de Chile y Trapalanda. Por Héctor Hernández Montecinos.


No hay una literatura regional cuando ya no hay ni siquiera país, cuando la única historia es lo que ha visto la geografía y cuando cada ser humano allí es un sobreviviente de todo lo anterior. Algo así entiendo la poesía que se está haciendo en el sur del sur del mundo, en el extremo de Chile que más se parece a Chile: fragmentario, frío, desolado. Así, la Patagonia y, sobre todo, Punta Arenas, representan ese límite donde verdad y ficción se parecen porque su capital es el mar y el hielo y allí el tiempo está casi detenido, tiene otra velocidad, uno en que los muertos y los vivos pueden convivir como, por ejemplo, en El cementerio más hermoso de Chile, que es el nombre del increíble libro de Christian Formoso. En él la cosmogonía es también un apocalipsis y en ese marco se dan las pequeñas vidas humanas que somos todos frente a la de las montañas congeladas, los ríos como tormentas y los dioses tehuelches, yaganes, selknam que parecieran volver a despertar y a hablar a través de sus poetas. Sus noches sin dormir y sus lágrimas son y serán de igual modo las de Kooch para los mundos venideros. El libro nos recuerda que la conquista no es del hombre sobre el hombre sino sobre la muerte a través de la muerte y por eso siglo XVI y siglo XIX son incógnitas de una misma infamia antropológica. Lo mismo razas, religiones, procedencias, que en ese abismo, en ese non plus ultra, son colores que el cadáver recuerda como las monarquías, pacificaciones, dictaduras en un sueño blanco como los que tendrán luego con Mc Donalds y Líder inaugurados en Punta Arenas y escenificados por el poeta como parte de un reality "pionero/ al estilo de las grandes radionovelas/ de obreros y pioneros/ en los años 20/ en la Patagonia". En El cementerio más hermoso de Chile, con sus casi 400 páginas, los mausoleos, las lápidas, las lozas funerarias, son finalmente donde se escribe: una urgencia de la última palabra en el último rincón del mundo y el último momento sabiendo que siempre se trata de un comienzo que no veremos. Lo que allí acaba también allí comienza y lo que quede de siglo tendrá que ver más con esas aguas que con nuestras tierras. 

Otro libro notable y alucinante es Trapalanda de Miguel Eduardo Bórquez, publicado cinco años después que el de Formoso. En él ya no es el cementerio el puente entre lo real y lo más real del sueño sino esa urbe imaginaria que también llamaron en su momento Ciudad de los Césares. En sus trescientas páginas el poeta habla a través de esos sueños y la historia del presente es contada por sus únicos testigos posibles que son los muertos y quienes ya murieron en vida desde los "truhanes de Castilla" hasta los chicos perdidos en la pasta base o incluso más allá, desde el Neandertal y los sapiens hasta quienes leemos estas palabras por internet. Trapalanda como la versión austral de El Dorado o la propia Atlántida es también una profecía sobre la ambición de lo humano que es el límite que lo devuelve a las piedras, a ese Adán "paleoindio" no en los ríos del Paraíso sino en la Tierra del Fuego. Con su voluntad de prehistoria nos permite leer el más estricto presente y no solo de una ciudad o una región sino que de la humanidad completa que cada vez más regresa a la trashumancia y la recolección como formas de vida y de muerte, de precarización neoliberal y de autosatisfacción digital por donde camina, entre otros, el "Cristo Nazareno de las Pampas" y "la ciudad que deliraste/ desde los colgajos de increíbles vastedades/ desde tus esquinas con millones de huesos/ y nudillos gástricos". Ambos libros me son fundamentales en la poesía chilena del siglo XXI y debieran leerse en el contexto latinoamericano porque la Patagonia y el finis terrae, insisto, son un vaticinio que en la poesía halló su primera advertencia. Si tuviera que hacer una lista con los 10 libros que considero más importantes de la poesía chilena de este último tiempo, sin duda, El cementerio más hermoso de Chile y Trapalanda estarían allí.



Héctor Hernández Montecinos (Santiago, Chile, 1979). Licenciado en Letras, Doctor © en Filosofía mención Estética y Teoría del Arte (Universidad de Chile), y en Literatura (P. Universidad Católica de Chile). A los 19 años recibió el Premio Mustakis a Jóvenes Talentos. A los 29, el Premio Pablo Neruda por su destacada trayectoria tanto en Chile como en el extranjero. Ha sido becario del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, de la Fundación Pablo Neruda, de la Fundación Andes, del FONCA (México), AECID (España) y de Conicyt. Es el compilador de los dos tomos de 4M3R1C4: Novísima poesía latinoamericana (2010 y 2017) y Halo: 19 poetas chilenos nacidos en los 90 (2014). Apareció, entre otros libros, en Cuerpo plural. Antología de la poesía hispanoamericana contemporánea (2010) de Pre-Textos y El Canon Abierto. Última poesía en español (2015) de Visor como uno de los 40 poetas “más relevantes de la lengua española nacidos después de 1970”.