A mi distancia huyo la montaña, bifurco el sendero, desbordo el aullido.
Mis manos son flechas, mi pecho viejo es el guanaco que cambió, fósil y piedra del Primer Mundo.
Tengo rotos los miembros, las plumas, los dientes y el color. Mis orejas las vendí por una libra.
A mi distancia liberto el fantasma, acerco mi montaña, maleo la esperanza.
Soy el gran aborto de occidente.
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Soy una ciudad.
Soy el espejismo de una ciudad rota desde cuyas ruinas habla, con cierto dolor, el silencio de toda una raza.
La veneración y la sangre, el sustento lírico, la infección intrapersonal: todo cuanto soy lo he sido, sólo verbalmente, y todo cuanto sé lo he sabido, escépticamente.
Soy una ciudad de carne, pelo y hueso que deambula, inocua, al margen de la Ley y de Dios.
Soy una ciudad de hambre.
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Inconmensurable es el periplo que insinúan mis viejas olas, inhabitable y sacra la quimera que merodeo de cisne en cisne
Buen Mesías no hallaré en esta vida.
Pervertible es el semen que guardo en tu cajita de música, pervertible el austero dibujo de un corazón y el Sol de Chile que me regalaste un día de granizo, fuego y artificio, y que guardo como se guarda un tesoro a medio quebrar.
Pervertible es el olor a frambuesa de patio que me viaja al beso de tu boca, lascivia atroz, sublime cobardía; pervertible acefalia la de tu sexo cerrándome de carroña en carroña.
Pervertible es la distancia que nos divide el sexo, los tres mil kilómetros, el relámpago y el naufragio, la circunstancia de pasar por todas buscando un árbol, un color, un cielo que se abra como tú
y no vuelva.
Desde el fondo, en mi nicho, fosa común, cuneta o lecho marino, he aprendido a negar la muerte.
Nómade y espantapájaros, de plagiario he roto mi mandíbula, he escrito, más allá del polvo y el gusano, la cordillera de Chile en mis propias vertebras.
Disímil travesía, he acabado desde dentro de los peces, comenzándome.
Hoy el oleaje de Chile es mi diente, mi esperma, mi foto en el cajón.
Soy tres mil doscientos veinticinco.
En la superficie soy nada.
Soy libre.
Volver a ser el muchacho que temía a la lluvia y a las sombras de los gatos moviéndose en el patio. Volver a ser el muchacho que en secreto dibujaba un dios en la escarcha de los vidrios, y soñaba algún día ser rey de estos abandonados confines casi invisibles bajo el musgo.
Antes de las seis tomar un mate, coger el bote y solitario remar al suroeste.
Ver a los parientes muertos saludando en cada isla,. Sentir el humo de sus ranchos, el olor a pescado, la marea que trae el reflejo de otras lunas.
Entumecerse con el rocío las manos, silbar una canción de amor y no volver.
De vez en cuando sumergir la cabeza para ver, nítidamente, el brillo de Trapalanda bajo el mar.
Fundar otra ciudad, mejor, y lejos de cualquier país hallar un verdadero país.
Evadir para hallar, o lo que es igual, partir para poder volver. Deslizar el tiempo humano por la línea del destino y respirar, sangrar, amar lo azul en el larvario opaco que es la vida.